San Francisco misionero

A lo largo de sus cartas Francisco Javier no dejará de poner en relación su miseria y la infinita misericordia divina que le llega a través de sus hermanos. Además de eclesial, la gracia de la conversión es apostólica.

De hecho el ministerio apostólico es obra y gracia de la misericordia divina: “ágora os hago saber cómo Dios nuestro Señor, por su infinita misericordia, nos trujo a Japón.”[3] “Pero sólo una cosa nos da mucho ánimo: que Dios N. S. sabe las intenciones que en nosotros por su misericordia quiso poner, y con esto la mucha confianza y esperanza que quiso por su bondad que tuviésemos en él…”[4]

Un rasgo de esta espiritualidad apostólica es la predicación a la que Francisco se dedicará como actividad prioritaria, con pasión y gran creatividad; pedirá a sus hermanos que hagan otro tanto: “Vuestras predicaciones serán tan continuas, cuanto lo pudieren ser; porque esto es un bien universal, donde se hace mucho fruto, y servicio a Dios y provecho a las almas...” [5]Se convertirá en un peregrino infatigable de la fe y del evangelio.

Creo que es útil hacer referencia al llamado principio y fundamento ignaciano para entender mejor la figura de Javier: “El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar su ánima…”, fundamento que vivió con absoluta radicalidad. Dada la teología de la época, su sentido dramático y excluyente de la salvación y la visión negativa, desde el punto de vista soteriológico, de los destinatarios del mensaje evangélico, Francisco Javier, empujado por la grandeza de su generoso corazón, su sentido de la responsabilidad y su pasión por Jesús, cruzará mares y países, irá siempre más allá para que nadie pierda su alma. “Que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”. Es su deseo ardiente, aunque Dios tiene sus caminos que los hombres ignoramos. “Me he hecho todo a todos, para ganar, sea como sea, a algunos” (I Cor 9, 22), escribe Pablo. Francisco quería ganar a todos, tanto era su celo.

Creo que vale la pena hacer también referencia a la célebre parábola ignaciana del Rey eternal…” cuanto es cosa más digna de consideración ver a Cristo nuestro Señor, rey eterno, y delante dé El todo el universo mundo, al cual y cada uno en particular llama y dice: Mi voluntad es de conquistar todo el mundo... por tanto quien quisiere venir conmigo ha de trabajar conmigo, porque, siguiéndome en la pena, también me siga en la gloria”. El acento lo pongo no en la idea-deseo de conquista, sino en la identificación-solidaridad con su Señor y Maestro. “Si alguno me sirve que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor” (Jn 12, 26).

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