El Venerable continúa su oración de contemplación….
Hasta su matrimonio con José; la vi orando en Nazaret y clamando al cielo: “Rotare coeli desuper et nubes pluant justitiam” (“Ábranse los cielos y llueva de lo alto la justicia”) y presencié llorando la Encarnación del Verbo, ¡oh! Sí, ¡la obra maestra del Augusta Trinidad!...
y mi mamacita bella fue la escogida; por eso fue la Inmaculada me arrodillé a sus pies pasado el misterio, besé la orla de su manto y lloré a sus pies… y ella llevaba en su tálamo virginal al hijo de su amor. Le adoré con reverencia en tal Sagrario y me le volví a consagrar. Presencié después la Navidad, la adoración de los pastores, la visita de los Santos Reyes, la circuncisión, la presentación, la fuga a Egipto, El regreso a Nazaret, la pérdida del Niño, los dolores de mi Madre; la vi mansa sobre Jesús y a éste “erat subditus illis” (y les estaba sujeto). La vi acompañar a Jesús en su vida pública fundando con El, las comunidades misioneras, entre ellos mis Javieres y mis Teresitas, la vi después desempeñando el oficio de Corredentora sufriendo en su corazón lo que Jesús padecía en su cuerpo. ¡La vi seguir la primera, en pos de las huellas de Jesús camino del Calvario!
Y como me taladro esta idea: Ella fue la primera que recorrió la calle de la amargura siguiendo a Jesús. Sí, Madre mía, yo quiero seguir contigo ese camino de dolor, cargado con mi cruz para luego morir como tu Hijo, clavado en mi cruz, pero bajo la dulce mirada de tus ojos. oí cuando Jesús nos la dio por Madre y entonces, como Juan me acerqué a Ella y de rodillas besé su mano y en su manto envolví mi rostro y le dije: “que, aunque pecador yo era su hijo y Ella era mi madre”; que fuera misericordia conmigo ya que yo era miseria.
Me coloqué como Juan junto a ella para que me cayera como a los dos la sangre de su Hijo agonizante y me lavara totalmente de mis iniquidades. Y sentí caer Gota a gota la sangre de Jesús sobre mi humanidad pecadora y juntarse con mis lágrimas, al ver al fin esto ocaso de mi vida “logro ser la humanidad de mi Jesús” y no la humanidad de las concupiscencias. Y me fui con ella al sepulcro y lloré con Ella la grande pérdida y luego la acompañé en su amarga soledad, me alegré con Ella en la resurrección, tendí con ella hacia el cielo mis brazos cuando él subió glorioso y me encerré en el cenáculo con Ella, con mi madre para que me alcance de Jesús una lengua de fuego grande, grande, como la de Pedro para defender mi fe, como la de Juan para morir de amor.
En estos ejercicios Ella me enviará así abundante, inmensa poderosa luz divina, fuego ardiente el espíritu santo. La vi luego tan dulce, tan querida, tan Madre, contando a los evangelistas y a los apóstoles lo que ellos ignoraban de la Eucaristía, infancia y vida oculta, y la contemplé aconsejando, dirigiendo y animando a los apóstoles cuando ya estaban en la empresa de conquistar el mundo y le dije al oído: Madrecita querida a mí también. Y ella no me abandonará jamás. La vi subirse al cielo y la contemplé el brillo de su corona colocada por el Padre, y las llaves del Tesoro sonaban en sus manos y Teresita y Los Ángeles a sus órdenes y el cielo entero mudo de alegría y de entusiasmo con tal Reina y ¿en la tierra? la estoy viendo Inmaculada en mi capilla, misericordia en su santuario, Madrecita de mi vida en mi corazón. Así terminó este segundo día de ejercicios... (continuará)
Imagen de Pbro. Juan Carlos Peña en Cathopic.com.
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