El clamor por el cambio siempre ha estado presente en todos los grupos humanos a través de la historia, no es un concepto nuevo, más bien recurrente, y la Iglesia no es ajena a esta dinámica social. Hoy ese grito se escucha más nítido por la relevancia que significa para el contexto post Concilio Vaticano II, la voz del laicado.
El Papa Francisco ha escuchado muchas veces la petición por una renovación profunda que responda a los desafíos actuales, y el mecanismo del que ahora se quiere valer la Iglesia para escuchar es el Sínodo; sin embargo, el santo padre ha tomado una decisión sabia, quiere que la Iglesia se ejercite en el arte de escuchar antes de continuar con el modus operandi milenario que lleva tomando decisiones verticales sin conocer la realidad de las bases. El primer libro de los reyes (Cfr. 19,11) dice que Dios no está en lo que genera mucho ruido sino en la suave brisa… En el camino de la sinodalidad, la Iglesia se está dando la oportunidad de experimentar la presencia serena del Espíritu en la más noble de las acciones, la escucha de quienes habían sido silenciados por siglos.
- Las mujeres, a quienes se les ha desconocido su grandeza.
- Los migrantes, despreciados por las sociedades chovinistas.
- Los que profesan otra fe, considerados como los equivocados.
- Los pueblos ancestrales, violentados en su dignidad humana.
- Las víctimas, sedientas de justicia.
- Los pobres, clamando liberación.
- Los ancianos, maltratados por la cultura del descarte.
- Los discapacitados, excluidos del proyecto comunitario.
- Las minorías, opacadas por las masas.
Evidentemente este elenco de poblaciones silenciadas está inconcluso, pero enumerarlas y reconocer nuestra responsabilidad en su dolor, es el primer paso para emprender la tarea ineludible del Sínodo de la escucha, identificarse con los sufrientes, condición sine qua non para lograr un dialogo empático. El detonante más común de las diversas formas de violencia es cuando un individuo o colectivo cree que es ontológicamente superior, por esta razón la Iglesia o cualquier grupo humano que pretenda escuchar la pluralidad de voces que construyen la sociedad, debe bajarse de su pedestal y empezar a entender a su interlocutor como su igual, en dignidad, esencia y potencial.
Jesucristo, es la declaración más bella del amor de Dios, quien toma nuestra carne y lleva hasta el colmo la unión con el ser humano, incluyendo de modo admirable nuestros dolores a su divina persona. Los evangelistas recurren a la expresión griega σπλαγχνίζομαι [visceralizar] (Cfr. Mt. 9,36) para expresar cómo Jesucristo, al encontrarse con los dolores humanos, no se identifica con ellos de una manera meramente solidaria, sino los asumió físicamente en su cuerpo. Esto es más claro al ahondar en el significado amplio del prefijo σπλαγχνα, que además de traducir literalmente entrañas, también es la palabra que los griegos utilizaban para referirse al bebé dentro del vientre de la madre. Este es el recurso filológico con el que los exégetas hablan de Dios-Madre, quien siente un dolor como el que experimentan las madres en su vientre a causa del sufrimiento de alguno de sus hijos.
A principios del siglo XX, en el bajo Cauca antioqueño, un joven sacerdote escribía: “Cuando bogaba río abajo, me detenía en cada caserío, contemplaba aquellos pobres semisalvajes, que extendiendo sus manos suplicantes me pedían pan para sus almas…” Cualquiera que se acerque a leer el diario del obispo Miguel Ángel Builes, es capaz de percibir el tono de dolor con el que el describe lo que sentía al ver a sus hermanos sufrir. Ese corazón sensible y su ímpetu misionero, le forjaron su carácter de fundador, que no sólo necesita determinación y valentía, sino también afecto y ternura.
“Recorrí con mi mente todos los Vicariatos y Prefecturas de la patria y aún el mundo entero, y una saeta afilada rasgó mi corazón. Por la abertura cómo del costado abierto del amadísimo Jesús, salisteis vosotros, queridos Javieres…”
Quien recibe la vocación de fundador siente el llamado a engendrar muchos hijos y monseñor Builes así nos trató siempre, con términos como hijitos o mijitas. Todos hemos escuchado las historias de nuestros hermanos mayores, quienes nos han contado la preocupación con la que el Fundador prodigaba el dinero para el mercado de sus hijos, cómo pedía en el rosario el milagro de que se apareciera un bienhechor en los momentos más complicados y hasta un día llegó a empeñar su pectoral para una de sus obras. Entre tantas anécdotas, hay una en particular que me llena de ternura, cuando monseñor Builes, desde su identidad campesina, le escribe esta recomendación al rector del seminario de misiones: “Tiene que abrir un potrero aparte para los caballos porque si las vacas comen donde había cagajón de equino se tragan ciertas larvas que las apestan. Y lo que importa es tener leche abundante para los niños…”1
Es común en nuestro medio escuchar que nos referimos a monseñor Builes como padre fundador, pero qué tal si contemplamos por un instante que quizá su amor es más maternal, incluso porque él mismo se percibió así: “…como obispo, soy una madre llena de amor y de ternura.”2 No se pretende que la discusión se centre en este punto, en si debemos llamar padre o madre al Fundador, ni más faltaba quedarnos en algo tan superficial. Lo que estamos tratando de defender es que el obispo Builes, durante sus correrías misioneras, sintió splagchnizomai (dolor en las entrañas), identificándose con el sufriente hasta el punto de conmoverse como una madre que se lanza desesperada en auxilio de su hijo, cuando éste se encuentra en peligro, sin importarle incluso su propia vida.
“Sí, hermanos carísimos: ser padre es dar la vida; y yo, en nombre de Dios, vengo a daros la vida misma de Dios, la vida sobrenatural de la gracia; y, como una madre llena de ternura, vengo a sosteneros en esa misma vida a los que ya la poseéis, para que no la perdáis jamás. He dicho como una madre, porque, si como padre siento en mi ser la potencia generadora que Dios me ha comunicado mediante la consagración episcopal, como madre arde en mi pecho una hoguera, que jamás había sentido, el fuego del amor materno hacia vosotros y que después del amor divino no tiene otro alguno superior ni en el cielo ni en la tierra. De tal manera, hermanos carísimos, que, si Dios no ha hecho nada en este mundo tan bello, tan fecundo, tan rico y delicado como el corazón de una madre, esa belleza, esa fecundidad, esa riqueza y esa suavidad las ha depositado en mi alma el día de mi consagración episcopal.”3.
Continúa en dos días...
“…como obispo, soy una madre llena de amor y de ternura.”
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