En 1939 tuve en Lisiuex una entrevista con Santa Teresita en donde ella misma transverberó mi alma, como el ángel había atravesado la suya. Transcribo de mi diario de entonces: Día 20 de agosto de 1939: Vuela el auto por aquellas amplias carreteras; pero mi corazón no vuela, porque hace tiempo que está junto a la que ama mi alma, y conversa con ella de los intereses del Amado. De veras, mi cuerpo estaba aún ausente pero mi espíritu contemplaba la dulce compañera de labores y de mi vida, con la que quisiera renovar el mundo...
CAPITULO III
De pronto hieren nuestros ojos unas altísimas cúpulas blancas: es la Basílica de Santa Teresita, levantada con ofrendas y cariño del mundo entero. Pero no es a la Basílica a donde se dirigen primero mis pasos: es al Carmen, donde ella reposa, donde me hizo hace diez años el regalo de sus hijas “Teresitas”, donde vamos ahora a sellar nuestro compromiso: ella de darme la santidad a pesar de mí mismo, y yo a seguir laborando con ella, con todas las fuerzas de mi ser por la gloria de Dios y por la salvación de las almas. Nuestra posada está muy cerca del Carmen; tras una compacta multitud entro a la capilla. Llego por fin a la reja de hierro que guarda en cámara de flores y de luces el cuerpo virginal de la que Dios me ha dado para que fuera la pequeña madrecita de los Misioneros de Yarumal y de las Teresitas Activas y Contemplativas.
-Salve Teresita, ¿cómo estás? Tus hijos y tus hijas te mandan desde Colombia sus corazones, aquí están con el de tu indignísimo siervo y hermano.
Así le hable a alguna distancia, porque la multitud de devotos no me dejaba llegar del todo a la reja, para allí, colgado de sus barrotes, hablar al oído y al corazón de la Santita.
Por fin pude arrodillarme donde quería. Al cabo de diez años de haberla visto y de seguir trabajando con ella en las misiones, quise decirle tantas cosas que no pude nada.
-Aquí estoy, dulce santita: vine a verte, vine a darte cuenta de tus intereses, vine a pedirte lo mismo que a mi Madre Inmaculada en Lourdes: la santidad personal, porque Dios me la pide, yo la anhelo y mis dos obras que son tuyas me la reclaman: dame la santidad. La miré: sus ojos dulcemente adormecidos parecieron entreabrirse. Volví a mirar y Teresita proseguía suavemente dormida en su sarcófago de oro y de cristal, de sedas y de flores, de luces y de amor. Mi imaginación, pues todo era imaginario, me hacía sensible la realidad espiritual y sobrenatural de esa dulce mirada y la encantadora sonrisa que abría horizontes nuevos ante mis ojos misioneros y me señalaban, no ya la América Meridional no más, sino que trabajáramos en toda su redondez por Dios y por las almas.
Proseguía mirándola, sin acertar a separar mis ojos de sus mejillas sonrosadas, de sus manecitas gráciles, de los párpados que como dos pétalos de rosa me ocultan el cielo de sus ojos, cuando sentí sobre mis hombros la mano bondadosa del Padre André que venía a avisarme, en nombre del padre Lebesconte, que el Sr. Obispo de Bayeux, Mr. Picot, se marcharía pronto y yo debía ir a su posada a saludarlo y pedirme lo que pensaba antes de su partida. Y ¿qué pensaba yo pedirle, me preguntáis? ¡ah!, algo casi imposible, pero que Santa Teresita me podía alcanzar. Adiós, Teresita, ven conmigo ante el Sr. Obispo.
Entramos: el Padre Lebesconte, primo en cuarto grado de la santita, tomó la palabra; le expresó que yo era un Obispo colombiano muy misionero, y que además de saludarlo, venía a rogarle un favor. El corazón me saltaba dentro del pecho, cuando el P. Lebesconte, sin más rodeos le dijo: - Y yo, pariente de la Santita, le pido con el Sr. Obispo Builes, el singular favor de permitirnos entrar a la clausura de las Carmelitas, para conocer y venerar los lugares santificados por Santa Teresita. Se hizo un momento de angustioso silencio y de cruel expectativa; mi corazón latía con violencia, espiando los labios del Prelado, quien respondió: ¡Oh, no! Eso es imposible. Sólo los Cardenales lo pueden hacer y de ninguna manera, a causa de los precedentes que se sentarían, se les puede autorizar a ustedes la entrada.
Frio glacial en el alma. Pero la Cananea me había dado ejemplo de perseverancia hace unos 19 siglos. Excelencia, le dije, no es ningún precedente funesto, y si Nuestro Señor tiene hoy aquí a Vuestra Excelencia, es para que le dé ese permiso a este Obispo lejano que ama mucho a Santa Teresita.
El Señor Obispo reflexionaba inclinado. El Padre Lebesconte vio en esto un rayo de esperanza y agregó con palabra convincente: “Excelencia, el Señor Builes ama desde joven a Santa Teresita y ha fundado en su honor dos obras: el Seminario de Misiones de Yarumal que ya tiene varios sacerdotes hijos de la Santita, y la Congregación de “Teresitas”, hijas también de la Santita, las cuales se dividen en Activas y Contemplativas y tienen ya diez casas misioneras”.
El argumento fue decisivo. Púsose de pie el Sr. Obispo y dijo: “Por mi parte no hay obstáculo; si la Reverendísima Madre Inés condesciende, está dada por mi parte la licencia.”
VISITA AL CLAUSTRO: Llegaron las cinco. Sonaron los cerrojos y se abría la puerta bendita, una puerta antigua y sin pintura, la misma que se había abierto un día, el 9 de abril de 1888, para recibir una bella joven de 15 años, de cara de ángel y corazón de serafín.
Entre temblando de emoción. La Madre Inés, Abadesa, y hermana carnal de Santa Teresita, se arrodilló para besar mi anillo y se arrodillaron también las otras religiosas, entre ellas Celina, hermana carnal igualmente de la Santita. La Madre Inés me recibió como a un hijo, bondadosa y tierna. Ya sabía por mis cartas y por lo que había referido del Padre Lebesconte que yo no vivía sino por Teresita y con Teresita por Jesús: yo era un miembro de familia en aquella mansión de santidad.
-Por esta puerta entró Teresita el día que fue admitida-, me dijo la Madre Inés.
Besé la puerta respetuosamente. Proseguimos por un largo pasadizo y subimos la escala. – He aquí la dala donde Teresita formaba a sus novicias. - forma tus hijas, le dije.
Proseguimos. Estamos en una celda adorable, pequeñita, con ventana de cristal al patio. –Aquí vivió sus cuatro últimos años Teresita, - me dijo la Madre. Yo iba como en avión de plumas, pues, me parecía que el suelo no me sostenía, o era de éter. Era sin embargo el mismo suelo que pisaron las plantas benditas de la Virgencita. Me arrodillé, lo besé y un llanto copioso me detuvo un momento, sin poder mirar nada. Pronto, empero, me repuse. –Vea el banquito en que ella se sentaba y la tabla que ponía sobre sus rodillas para escribir la “Historia de un alma”; vea la pluma y el tintero-. Besé la lamparita y el pequeño jarrón de barro para el agua. –Y esta camita es la que sirvió para dormir cuatro años y donde la acometió su última enfermedad y la sufrió mientras pasó a la enfermería-. No resistí. Como la puerta ocultaba la cabecera de la cama y no me veían, me arrodillé emocionado y con la más profunda reverencia besé el humilde jergón y … ¡osadía de un pobre pecador!, hundí mi cabeza en el cojín que sirvió de almohada cuatro años a la Santita del amor y la confianza, a la Santita de la infancia espiritual y de la humilde sencillez, a la Santita más grande de los últimos tiempos.
Dame inteligencia, Teresita, dame luz para conocer la Voluntad de Dios, dame amor. Mis lágrimas, mis suspiros, mis súplicas fueron recogidas por la almohada que sostuvo por cuatro años la cabeza de la Santita que desde mi juventud me invitó a laborar con ella, de la Santita que en su pequeñez renovó el mundo. ¡Oh, que dicha para mí!
Cuando me levanté me miraban los ojos dulces de la Madre, conmovidos, y en vez de reprensión, ¡oh bondad!, me sonrió dulcemente, aceptando sin duda la ofrenda de mi cariño, tan sobrenatural, tan sincero a su hermanita… Mientras pasábamos a la capilla de la Comunidad oí que el padre André le decía: “Creo, Madre, que no hay en la tierra un alma que ame más a Santa Teresita que el Señor Builes.” Ojalá así sea, dije interiormente y he de probarle mi amor con mis obras.
Estamos en la Capilla de la Comunidad. A lado y lado en serie, los asientos de las hermanas para el Oficio Divino y los ejercicios de piedad; al frente las sillas de las Superioras y al otro frente la reja del Santísimo. Estoy abarcando el conjunto cuando oigo la voz de la Madre que me llama. Me acerco con veneración. ¡Oh sorpresa! sus manos virginales me toman de ambos brazos con suave violencia, y en menos tiempo del preciso para una reflexión, me encontré sentado en la silla de Santa Teresita … Este fue el asiento de su Teresita, Ud. Es el único que puede sentarse en él-. Una oleada de misterio vino a envolverme en ese instante. Mi primer pensamiento fue levantarme de un salto para no profanar la silla que tantos años ocupó la Santita. Retúvome la Madre con inmensa bondad, diciéndome: -Disfrute de esa dicha, quédese-, Abrumado, vencido, experimenté una sensación que no era de la tierra; recliné mi codo izquierdo sobre el brazo de la silla en dirección al Sagrario, como miles de veces se inclinaría la Santita, y cubriendo mi rostro con las manos sollocé y lloré, aunque no lo quería a la vista de aquellos sacerdotes y religiosas; pero ¡qué dulces lágrimas! Comunícame, Teresita, el tesoro de gracias que aquí recibiste y concédeme la gracia que tú sabes: hazme digno de ti, hazme santo. Y seguí absorto en mis reflexiones y embriagado de felicidad.
Cuando me incorporé, observé que había muchos ojos encharcados; y al avanzar sentí asaeteado el corazón; Teresita me había herido y mi pecho ardía en quemante incendio. En este momento y cuando me comprimía con la izquierda el pecho, cárcel estrecha para mi inflamado corazón, la Madre Inés me señalaba el sitio, frente a una de las estaciones del Vía crucis, donde Nuestro Señor transverberó el corazón de su mimada Teresita. El estado de mi espíritu no me permitió ver en qué estación meditaba la Santita cuando su Esposo divino la hirió.
Salimos en silencio de veneración. Yo no sabía si estaba en la tierra o si estaba en el cielo. Ligera como una joven, voló al jardín Madre Inés, recogió un manojo de bellísimas rosas y entregándomelas me dijo: -Rosas del mismo rosal que cultivaron las manos de Teresita. - Una rosa de color amarillo suave mereció especial elogio. – Esta rosa, me dijo la Madre, la hemos bautizado Rosa de Santa Teresita-. Las tomé con reverencia y las llevé afectuosamente al corazón. Visitamos enseguida la enfermería, donde se guardaban como tesoros, todos los abrigos, los objetos y vestidos que sirvieron a la Santita durante su larga y penosa enfermedad. De rodillas junto al lecho donde expiró la contemplé con la mirada de mi alma y percibí el eco de sus últimas palabras, que repetí con ella. “Si, le amo; Dios mío, yo os amo”.
Pasamos luego a la capilla que guarda los tesoros accesibles a las miradas de los profanos y nos despedimos de estas vírgenes purísimas, dejando luego uno de los más grandes santuarios de la tierra: el convento donde Santa Teresita adquirió su inenarrable santidad.
Una vez en nuestra posada, casi sin poder hablar, me senté a devorar uno tras otro todos los pétalos de la rosa de color amarillo suave que lleva el nombre de rosa de Santa Teresita. Pensé que, al comérmela con tanta fe, el amor significado en la rosa, recobraría nuevos incendios y me fortificaría para proseguir con ella la empresa sublime de amar a Dios y hacerle amar, salvándole millones de almas, salvándole el mundo. Así sea.
(conferencia dictada por el Venerable Mons. Miguel Ángel Builes G, en el seminario de misiones, el 30 de septiembre de 1947)
Autor: Venerable: Miguel Ángel Builes Gómez
(Fundador).
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