Está muy sugestivo este título, me diréis y yo no os lo puedo negar. Pero si Dios es caridad y si del Padre se comunicó el amor al Hijo al ser éste engendrado en los siglos eternos, compenetrando después la Santísima Humanidad en el misterio sublime de la Encarnación; si de la humanidad en el misterio sublime de la Encarnación; si de la Humanidad del Verbo pasó a todos los corazones de los hombres; y si esa divina caridad, que es el amor, incendia con los fuegos celestiales todo el cuerpo místico de Cristo, abarcando la iglesia triunfante con todos sus escogidos, la Iglesia purgante con todas las almas que sufren y la Iglesia militante con todos los que peleamos las batallas de la fe, ¿no podría el amor divino prender en el corazón de un viandante ese mismo fuego hacia otro ser ya comprensor que está en la beatitud? Sí, y eso es lo que ocurrió a este servidor con Santa Teresita del Niño Jesús...
CAPITULO I
Pocos días después de que esta incomparable virgen, la más grande de nuestro siglo, entraba en el convento de Lisieux, en abril de 1888, venía al mundo este servidor en septiembre del mismo año. Creo que el ángel guardián de la Santita daría un paseo por mi montaña de Riogrande y se reuniría a San Miguel y a mi propio ángel para acompañarme al venir al mundo. ¡Es tan sublime y tan incomparable panorama: acá, junto a la casita blanca, verdes praderas empedradas de ganados como gemas preciosas; allí muy cerca, hacia el occidente, las elevadas crestas vestidas de verdor y ceñidas con su blanca faja de nube horizontal en las mañanas y en las tardes septembrinas; hacia el sur, humeante como un pebetero, el pueblecito de Donmatías, asentado entre bellísimas colinas; al norte las faldas de Riogrande que caen vertiginosas para volverse a alzar, imponentes y llenas de poesías, en dirección de Santa Rosa, la futura Sede Episcopal.
Y el ángel de Teresita que viajó conmigo en compañía de mis ángeles hacia la pila bautismal, hablaría a la Santita de las bellezas indescriptibles de estas cumbres antioqueñas y de los torrentes de gracia y de luz que sobre mi alma cayeron al bañar mi cabeza el agua lustral. Y ella, joven de quince años, prevenida con las luces celestiales y llena de gracia, amaría mi alma y desgranaría sus pétalos de rosas sobre el chiquillo que ese día se incendiaba en el mismo fuego del amor divino que ella consumía.
Pasaron nueve años. Ya este servidor había comulgado por primera vez en junio de 1897 y había saboreado al que es suave sobre toda suavidad, Jesús en la sagrada comunión, cuando Teresita volaba al cielo en un acto purísimo de amor, diciendo: “Sí, le amo… Dios mío, yo os amo”, para lanzarse al abismo de luz y de amor de la visión beatífica. Y tengo la presunción de pensar que los pétalos de su primera rosa, cayeron sobre mí.
Amigo de la música y del canto, que me hacía feliz cantándole a mi Dios en la iglesita de mi pueblo, por invitación de uno de los párrocos de los pueblos vecinos, cuando frisaba apenas en los dieciséis años, fui con mi propio párroco y mis compañeros de música y canto a solemnizar las cuarenta horas. Aquel pueblecito, hermoso con sus casitas blancas, su manto de verde esmeralda, sus saucedales de verde amarillo, sus maizales en flor y su quebrada de plata bruñida, me impresionó tan profundamente el alma que hube de clamar con entusiasmo: “así será la sonrisa de Dios”.
El templo estaba adornado por la noche con tal cantidad de luces titilantes en todas sus cornisas y arquerías, en sus ventanales y a lo largo de sus muros, en el coro y en los altares, que creía hallarme en un mundo desconocido. Y canté con el alma profundamente emocionada. Y arranqué a mi flauta los más dulces sonidos. Aquello me parecía otro mundo.
Yo siempre había pensado desde niño ser sacerdote y misionero, porque mi madre me había ofrecido a Dios y yo sentía muy adentro el divino llamamiento. Pero era entonces joven y Dios quería sin duda probar mi vocación. En medio de la santa alegría que dominaba a todos éramos jóvenes, cada uno buscaba un corazón que le comprendiera y correspondiera a sus afectos puros dé inocentes. Aunque con cierta oculta y misteriosa oposición, entré sin embargo por los caminos de mis compañeros de música y de canto y también brillaron mis ojos, latió un corazón y se dibujó una sonrisa. ¿sería la Santita que hacía ya siete años gozaba de Dios en el cielo? No. Era otra alma, inocente sin duda, como todas las de ese privilegiado pueblecito, pero que no podría llenar jamás las capacidades infinitas de esta otra alma llamada a una sublime vocación. Yo buscaba otros ojos que brillaran sin consumirse y con más fulgentes esplendores en la penumbra de mi camino, otro corazón que pudiera latir sin cesar, una sonrisa que ni en el tiempo ni en el espacio pudiera desdibujarse: los ojos, el corazón y la sonrisa de Dios, trasladados a la Santita que no tardaría en subir a los altares donde Dios glorifica a sus santos.
Autor: Venerable: Miguel Ángel Builes Gómez
(Fundador).
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